2025-11-24

La crítica a la modernidad y el cientificismo de Mary Shelley tienen aquí una recreación romántica que interpela también en tiempos de Inteliencia artificial y de modernidad líquida.

Frankenstein de Guillermo del Toro: más cercano de lo que parece

La ciencia prometeica que despertó reacciones artísticas célebres entre los románticos vuelve a ser centro de reflexiones ante un escenario social en transformación. Frankestein regresa a ser símbolo de la monstruosidad y vulnerabilidad de nuestras sociedades.

 

Hay historias que no envejecen: Frankenstein, la novela de Mary Shelley, es una de esas criaturas. Y Guillermo del Toro, que hace tiempo anda conversando con los monstruos, la toma ahora para devolverla a su sitio original: no al estante del terror, sino al corazón de la responsabilidad social.

Del Toro filma una pregunta. ¿Qué hace un creador con aquello que crea? ¿Qué parte de nuestra humanidad queda a la intemperie cuando la soberbia se sube al caballo de la razón y galopa sin mirar atrás? En la novela, el rayo no es la creación, sino la incapacidad del creador de sostener a su creatura.

Si en Shelley la creatura se educa sola —como quien aprende lenguaje escuchando desde la tapia—, aquí la película recupera esa formación rota: el monstruo no es una esencia del mal, sino un sujeto que tropieza con el rechazo y, a fuerza de golpes, termina devolviendo golpe. Del Toro lo ha dicho sin rodeos: su criatura es vulnerable, bella a su modo, una pieza marcada por cicatrices más morales que quirúrgicas.

En los útlimos tiempos, hemos visto reversiones semejantes del monstruo: Maléfica, el Guasón, entre otros, fueron versiones del cine. Pero mucho antes, en lenguaje literario, cuando Cortázar escribió “Los Reyes” o Borges nos habló de “La casa de Asterión”, la “otredad” recibió el primer puntapié para pasar de la monstruosidad ajena a aquello que emparenta radicalmente al monstruo con el hombre apolíneo.

 Ya estaba soslayado en el mito del Minotauro, aunque la simplificación  de la cultura oficial durante milenios haya, en general, eludido esa mirada. Después de todo, el Minotauro no en vano era hermano de Ariadna por vía sanguínea y de Teseo por linfa ferrosa. El monstruo, según esa mirada no es más que aquello que la cultura luminosa niega de sí misma.

La cinematografización de la empatía ha llegado a manos de un director que dio varias creaciones en idéntica sintonía.

El monstruo no es un producto del mal. Que lo fuera es, ontológicamente, un sinsentido. Porque el ser es en sí mismo una virtud, una faz del bien. El mal y el no ser son dos nombres de la misma moneda. Por eso aquí podríamos convocar los miles de intentos de explicar el mal en la filosofía tradicional.

Lo importante es que Del Toro echa mano de la mirada subjetiva y romántica de aquello que sale de la norma. En este caso, el monstruo de Dr. Frankestein, creado a imagen y semejanza del hombre. Multiplicados sus defectos, solo es una hipérbole de las fealdades humanas.

Si a esa naturaleza, como a la de Hefesto en los mitos olímpicos, —que nació tan horrendo que su madre lo arroja desde la cima de la montaña y suma así defectos añadidos por la caída—se le suma el rechazo y el daño, el monstruo crece y su condición temible aleja a quien lo observa de descubrir la raíz en su vulnerabilidad.

Leída dentro del mapa autoral del director, esta Frankenstein es un capítulo lógico: del Toro siempre mira desde el margen hacia el centro, con una ética de los raros, de los que no encajan. Acá el monstruo vuelve a ser el más humano de todos.

Y eso no “suaviza” a Shelley; la vuelve más filosa. Porque el monstruo tierno duele más: nos obliga a entender que la violencia final nace de una violencia primera, silenciosa, social.

La pregunta que cabe, entonces, a partir de la obra de Del Toro es ¿quién es el monstruo? Es la creatura prometeica de dimensiones que plenifica lo horroroso o es el horror intelectual que le ha dado vida? Ya en la obra de Mary Shelley había una crítica ácida contra el cientificismo racionalista extremo, que había olvidado el alma. Aquí parece haber un guiño que ya no discute la ciencia ni los avances tecnológicos. Pero sí la irresponsabilidad para manejar lo que, con ciencia, podemos crear.

Sin ir mucho más allá en las asociaciones libres, aquí tal vez haya una referencia a  a la Inteligencia Artificial, que estamos promoviendo. Quizá incluso pueda derivarse la analogía  a ciertas crianzas indolentes de padres que echan al mundo niños para luego desentenderse.

Tanto Shelley en su novela como Del Toro en su film cargan las tintas sobre la criatura como el testimonio viviente de la responsabilidad que falta.

Del Toro no reescribe Frankenstein para aggiornar un mito, sino para devolverle su desgarro original. Su película, como la novela, nos deja con una certeza incómoda: los monstruos no aparecen; se fabrican. A veces con ciencia. A veces con miedo. A veces —peor— con indiferencia.

Y en esa llanura simbólica que es el mundo moderno, donde el horizonte parece infinito pero no siempre hospitalario, la criatura sigue caminando. No para asustarnos, sino para preguntarnos —otra vez— si somos capaces de hacernos cargo de lo que engendramos.

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